En mi ciudad gusta mucho el mar embravecido, el Cantábrico
furioso que arremete con olas de diez metros sobre el Paseo Nuevo. Las pocas
tiendas de fotografía que quedan exhiben en sus escaparates, sin excepción,
imágenes de alguna de esas frecuentes y portentosas embestidas marinas que
salpican la costa y a veces hasta se llevan muros o carreteras por delante. Esta
mañana por el contrario el mar parecía un lago, sin más arrugas que la levísima
ondulación que producía una suave brisa. Todo quietud, todo calma, una lámina
impoluta con aspecto de sábana recién planchada sobre la cual el más mínimo
chapoteo dejaría sus ondas como evidencia. Me gusta ese mar tranquilo que invita
a nadar con el único rumor de tus brazadas. Me gusta en todas partes pero
especialmente aquí, quizás por infrecuente. Cierto que el más usual Cantábrico
salvaje es hermoso, que es difícil no disfrutar del placer (algo culpable) de
contemplar grandes olas desde el malecón del Kursaal o desde las barandillas
del Paseo Nuevo (eso cuando la furia del mar no obliga a cerrarlo). Digo que es
un placer “algo culpable” porque esa furia a veces conlleva desastres y es por
tanto una belleza malsana. No sé si es por eso, o simplemente por su rareza, por
lo que me gustan aun más los mares mansos. Pero de estos apenas hay fotos en
los escaparates de mi ciudad. Por ello me voy a dejar caer en la tentación de una
metáfora fácil, de una analogía simbólica simple y bobalicona: ese gusto por el
mar bravío y violento es un reflejo fiel del espíritu atormentado de los
vascos, más propensos a la tragedia de lo que parece a primera vista, más proclives
a la bruma de ánimo y al salpicón de mar (también al de marisco, claro), que a
la languidez mediterránea con su mansedumbre indolente. ¿Tendremos pues el
paisaje que nos merecemos?