miércoles, 6 de marzo de 2013

LA CONCHA EN CALMA


En mi ciudad gusta mucho el mar embravecido, el Cantábrico furioso que arremete con olas de diez metros sobre el Paseo Nuevo. Las pocas tiendas de fotografía que quedan exhiben en sus escaparates, sin excepción, imágenes de alguna de esas frecuentes y portentosas embestidas marinas que salpican la costa y a veces hasta se llevan muros o carreteras por delante. Esta mañana por el contrario el mar parecía un lago, sin más arrugas que la levísima ondulación que producía una suave brisa. Todo quietud, todo calma, una lámina impoluta con aspecto de sábana recién planchada sobre la cual el más mínimo chapoteo dejaría sus ondas como evidencia. Me gusta ese mar tranquilo que invita a nadar con el único rumor de tus brazadas. Me gusta en todas partes pero especialmente aquí, quizás por infrecuente. Cierto que el más usual Cantábrico salvaje es hermoso, que es difícil no disfrutar del placer (algo culpable) de contemplar grandes olas desde el malecón del Kursaal o desde las barandillas del Paseo Nuevo (eso cuando la furia del mar no obliga a cerrarlo). Digo que es un placer “algo culpable” porque esa furia a veces conlleva desastres y es por tanto una belleza malsana. No sé si es por eso, o simplemente por su rareza, por lo que me gustan aun más los mares mansos. Pero de estos apenas hay fotos en los escaparates de mi ciudad. Por ello me voy a dejar caer en la tentación de una metáfora fácil, de una analogía simbólica simple y bobalicona: ese gusto por el mar bravío y violento es un reflejo fiel del espíritu atormentado de los vascos, más propensos a la tragedia de lo que parece a primera vista, más proclives a la bruma de ánimo y al salpicón de mar (también al de marisco, claro), que a la languidez mediterránea con su mansedumbre indolente. ¿Tendremos pues el paisaje que nos merecemos?