El Ayuntamiento de Amorebieta podrá finalmente ubicar donde
le plazca la enorme patata de bronce que en 2002 encargó al escultor Andrés
Nagel. El contencioso entre el autor de la obra y el consistorio vasco se
remonta a varios años atrás, cuando se planteó una remodelación urbanística que
implicaba cambiar la escultura de sitio, y ha dado lugar a varias sentencias
judiciales en un tira y afloja en el que se dirime la prevalencia del derecho
moral del autor sobre la voluntad del actual propietario de su obra. Recuerda
este caso al litigio que mantuvieron el arquitecto Santiago Calatrava y el
Ayuntamiento de Bilbao, en torno a los cambios que se efectuaron en un puente
sobre la ría del que aquél era autor. El asunto terminó con una indemnización de
30.000 euros pagada por las arcas bilbaínas para resarcir al arquitecto de los
daños morales derivados de la modificación imprimida a su obra original.
Peliaguda cuestión esta de los derechos morales de los autores de obras (de
arte) y su legitimidad para condicionar el uso que se les dé una vez vendidas y
abonadas. ¿Debe ser obligatorio preservarlas intactas si no le conviene así al
propietario que ha pagado por ellas? La cuestión suele salir a la palestra,
como en los dos casos señalados, cuando se trata de obras públicas en las que
junto al artista la otra parte implicada es una institución (generalmente un
ayuntamiento). A priori cabe entender que la administración vela por el interés
público y el bien común, lo que parece que debería estar por encima del derecho
moral del autor sobre su obra. Pero hay veces en que, viendo cómo actúa la
administración, bien desearía uno que se le diera al autor o a sus herederos la
oportunidad de obligar a que su obra sea respetada (los ejemplos de edificios
valiosos demolidos sin contemplaciones son innumerables en las ciudades
españolas, tan poco apegadas a su patrimonio, y en Bilbao sin ir más lejos
tenemos bien reciente el caso del RAG). Viendo las cosas desde la óptica
opuesta uno también puede preguntarse con qué legitimidad reclaman a veces los
autores respeto para obras “de arte” que no son sino inmundos adefesios o incómodos
y poco funcionales equipamientos, como
las zonas de espera del estiloso aeropuerto de Bilbao que diseñó también el
ubicuo Calatrava. En fin, que no es una cuestión simple. En principio, al menos
cuando se trata de obras públicas, parece evidente que debe prevalecer el bien
común sobre el derecho moral del creador a vetar el modo de uso de su obra.
Pero como no siempre las instituciones públicas actúan movidas por el bien
común resolver el dilema no es fácil, y la cosa se complica cuando cualquier
chiquilicuatre aspira a la posteridad exigiendo respeto estético para su
engendro extravagante, lo que puede derivar en un absurdo choque de sinrazones.
Como el mundo no es perfecto algunos jueces seguirán dando la razón a pequeños
artistas endiosados insignificantes mientras nadie impide que el ínclito Luis Cobos continúe "versioneando" la obra de Mozart y otros clásicos.
+Info: sobre el litigio Nagel-Amorebieta en El Diario Vasco