jueves, 24 de noviembre de 2011

COLECCIONISMO

La panoplia de experiencias virtuales que nos deparará este Mundo 2.0 en el que ya estamos plenamente instalados puede abarcar facetas insospechadas. Como la del coleccionismo artístico. La empresa británica [s]edition así lo ha comprendido y desde hace poco vende arte para el iPad, el iPhone o hasta, con permiso de Apple, para la Blackberry y otros cachivaches del estilo. El invento consiste en encargar a artistas contemporáneos de prestigio la producción de una serie de obras que se distribuirán, en número limitado, sólo en soporte digital y a precios “asequibles” (entre los 8 dólares de un Noble y Webster y los 800 de un vídeo de Damien Hirst). Se pone así al alcance del ciudadano corriente la posibilidad de poseer una obra de arte exclusiva que podrá disfrutar cuantas veces quiera en su dispositivo portátil o en la pantalla de su televisor (suponemos que en FullHD). Lo supuestamente más atractivo de esta propuesta es que no nos hacemos con una mera  copia, como cuando adquirimos una lámina impresa en la tienda de un museo, sino que obtenemos un original, igual que si nos lleváramos el lienzo o la escultura de una galería o una casa de subastas. La empresa vendedora garantiza mediante un certificado la autenticidad del producto adquirido, del que sólo se distribuirán un número limitado de unidades (algo así como si de grabados numerados se tratara) que no pueden ni imprimirse ni transmitirse a terceros. Una propuesta original que supone un paso definitivo en esa desmaterialización del arte de la que se habla desde los tiempos del arte conceptual: el cliente no compra exactamente un objeto (artístico) sino un paquete de bits que se recomponen mediante una aplicación informática en diferentes momentos y lugares cada vez que desea disfrutar de su obra. Pero además de esta consideración estético-conceptual esta novedosa fórmula de comercialización del arte suscita alguna que otra incertidumbre.
Para empezar no queda muy claro si uno adquiere “originales” o “copias”. El arte digitalizado convierte la obra en un objeto inmaterial e infinitamente reproducible en distintos contextos (la calle, mi casa, el café) y sobre diferentes soportes (el ordenador, la televisión, una tableta), de manera que uno nunca sabe si contempla “la obra” en sí o su imagen. Hasta cierto punto esto mismo pasa, en el ámbito del arte tradicional, con las series de grabados o con la fotografía analógica. La diferencia es que en estos casos cada nueva unidad requiere la intervención de su autor o del técnico que, mediante la manipulación de la matriz o el negativo, produzca una nueva unidad original (que no copia). Estas nuevas obras digitalizadas son en cambio ilimitadamente reproducibles sin intervención de sus responsables (ni artísticos ni técnicos) de manera que solo la existencia de un certificado garantiza la originalidad de la unidad que poseemos. En potencia, nuestro original podría ser infinitamente copiado y las sucesivas unidades solo perderían la condición de originales por el simple hecho de carecer del certificado de autoría.
Por esto precisamente uno de los problemas de esta modalidad de coleccionismo es el elevado riesgo de devaluación, dada la hasta hoy demostrada facilidad con la que los objetos digitales pueden ser copiados y transmitidos. Así, a los ámbitos creativos que han ido cayendo en el círculo de la piratería digital (cine, música, literatura también) se suman las artes plásticas, susceptibles también de ser redistribuidas por sistemas P2P o colgadas en webs de descargas gratuitas. Bien es cierto que en rigor así solo obtendríamos “copias”, pero también existe la posibilidad de que acaben pirateándose los certificados de autenticidad, con lo cual la propiedad de la obra quedaría devaluada y el negocio de comercialización seriamente resentido.
Last but not least, hay que hacer notar que por primera vez el marco puede ser mucho más caro que el cuadro, algo especialmente llamativo en este mundo del arte contemporáneo que ha prescindido de los marcos conforme incrementa el precio de los lienzos. Si adquirimos un Emin digitalizado por, pongamos, 50 euros y deseamos que presida nuestro salón desde una vistosa a la par que discreta pantalla LCD de 42 pulgadas no cabe duda de que el continente será notoriamente más costoso que el contenido. Paradoja que queda  atenuada por  la posibilidad de disfrutar en el mismo marco de toda la colección de “obras” que poseamos, proyectadas a nuestro antojo cual si de una presentación Power Point se tratara. Todas ellas originales, claro, hecho que podremos acreditar fehacientemente mediante la exhibición simultánea o paralela de certificados de autoría en la misma pantalla del televisor, para la admiración y pasmo de nuestros invitados.
+Info: sobre el lanzamiento de [s]edition en El País